lunes, 19 de octubre de 2009

hölderlin






PATMOS


Al Landgrave de Homburgo



Cerca
Y difícil de coger está el dios.
Pero donde está el peligro, crece
También lo salvador.
En la tiniebla habitan
Las águilas y sin temor
Los hijos de los Alpes atraviesan el abismo
Sobre puentes ligeros.
Así, como se acumulan en torno
Las cimas del tiempo, y que los bienamados
Viven cerca, languideciendo sobre
Las montañas más separadas,
Danos así el agua inocente,
Oh danos las alas del más fiel sentido
Para atravesar y volver de nuevo.

Así hablaba yo, cuándo raptándome
Más rápido, de lo que yo pude esperar, 
Y lejos, allí donde jamás
Yo hubiese pensado llegar, llevome un genio
Desde mi propia casa. Amanecía
A media luz, cuando pasé,
Sobre el sombrío bosque
Y los riachuelos nostálgicos
De la patria; jamás esa tierra había conocido;
Pero pronto, en fresco brillo,
Misteriosa
En humo de oro, florece
En un veloz crecer,
Con los pasos del sol,
Con mil cimas perfumadas,

Asia ante mí, y encandilado buscaba
Yo algo, que conociese, pues inhabituales
Me eran esas anchas avenidas, por donde descendiendo
Desde el Tmolos va
El Pactolos vestido de oro
Y el Tauro se yergue y el Mesogis,
Y lleno de flores de los jardines,
Un fuego tranquilo, pero a la luz
Florece en la altura la plateada nieve,
Y testigo de la vida inmortal
Por las paredes inaccesibles de la roca
Inmemorial crece la yerba y son sostenidos
Por columnas vivas, cedros y laureles,
En fiesta,
Los palacios erigidos por los dioses.

Entre tanto murmurando alrededor de las puertas de Asia
Alargándose aquí y allá
En la incierta llanura del mar
Bastantes rutas sin sombra,
Pero el marino conoce las islas.
Y como escuché,
Que una de las más cercanas
Era Patmos,
Me cogió el fuerte deseo,
De volver allí y de
Acercarme a la oscura gruta.
Pues no es, como Chipre,
La rica en fuentes, o
Cualquier otra
Con fasto que habita Patmos,

Pero hospitalaria
En una casa mucho más pobre
Ella es sin embargo
Y cuando de un naufragio o llorando
Por la patria o
Al amigo perdido
Se le acerca algún
Extranjero, lo escucha con gusto, como a sus hijos,
Las voces del ardiente boscaje,
Y donde la arena escurre y se hiende
La superficie del campo, los sones,
Ella los escucha y resuenan tiernamente
Como el eco del lamento del hombre. Así cuidó
Antes al amado del dios,
Al vidente, que en una feliz juventud había

Caminado junto
Al hijo del Altísimo, inseparable, pues
Amaba el portador de tormentas la ingenuidad
Del joven y veía el hombre atento
El rostro del dios con justeza,
Cuando, en el momento del misterio de la viña, se
Sentaron todos juntos, a la hora de la cena,
Y con gran alma, presintiendo con calma, su muerte
El Señor les anunció y el supremo amor, pues jamás suficientes
Le fueron para hablar de la bondad
Las palabras, en ese instante, y para divertir, de lo que
Veía, el furor del mundo.
Pues todo está bien. Luego murió. Mucho habría
Que decir de todo esto. Y ellos le vieron, con su mirada triunfal,
Llenos de felicidad los amigos aún una última vez,

Sin embargo estaban tristes, en el momento
De la llegada del atardecer, asombrados,
Pues una gran disyuntiva tenían en el alma
Los hombres, pero amaban la vida bajo el sol
Y no querían alejarse
Del rostro del Señor
Ni de su patria. Fuertemente muy dentro,
Como el fuego en el hierro, esto estaba, e iba
A su lado la sombra del amado.
Es por esto que les fue enviado
El espíritu, y seguramente tembló
La casa y la tempestad de Dios retumbó
Tronando a lo lejos sobre
Las cabezas que presentían, ahí, con un peso en el corazón
Estaban reunidos los héroes de la muerte,

En el instante, cuando los dejaba
Él se mostró una vez más.
Pues en ese instante dejó de alumbrar el sol del día,
El majestuoso, y quebró
Al que resplandeciera con justeza,
El cetro, sufriendo como un dios, por él mismo,
Así todo esto deberá volver,
En un tiempo más propicio. No fue bien
Sostenido, más tarde, y bruscamente roto, infiel,
El trabajo de los hombres, y una felicidad fue
Desde entonces,
Vivir en una noche más amable, y conservar
En los ojos inocentes, invariables
Abismos de sabiduría. Y son verdes
Al pie de la montaña vivientes imágenes también,

Pero es terrible, como aquí y allá
Dispersa sin fin a lo lejos Dios lo vivo.
Así ya el rostro
De los amigos más queridos hay que dejar
Y allende la montaña lejana irse
Solitario, donde en dos ocasiones
Unánime, reconocido
Fue el Espíritu celestial; y ninguna profecía lo había anunciado, pero
Una brusca presencia, los cogió de los rizos,
Cuando súbitamente
Alejándose con rapidez los miró volviéndose
El Dios y jurando,
Para que él retenga, como con cuerdas doradas
Ligado para siempre
El mal nombrado, se estrecharon las manos-

Pero en el momento de morir,
Aquel en quien más
La belleza destacaba, figura tal
Era una maravilla y los dioses con el dedo mostraban,
Y cuando, eterno enigma uno para el otro
No pueden cogerse
Uno al otro, los que vivían juntos
En la memoria, y no es solamente la arena o
Los sauces que son transportados y los templos
Atrapados, cuando la gloria
del semidiós y de los suyos
Se borra y su rostro
El mismo Altísimo da vuelta
Y que, en ninguna parte es
Visible nunca más un inmortal ni en el cielo o
En la tierra verdeciente, ¿qué es esto?

Es el lanzar del sembrador, cuando coge
Con la pala el grano,
Y lo arroja, a la claridad, balanceándolo por los aires.
Cayéndole la envoltura a los pies, pero
Al final viene el grano,
Y no hay mal, si algunos
Van a perderse y que de la palabra
Expira el son viviente,
Como la obra divina se asemeja a la nuestra,
El Altísimo no quiere todo a la vez.
Ya que el hierro yace en la mina,
Y la pez ardiente en el Etna,
Así tendré yo la riqueza,
Para formar una imagen, y así
Contemplar, al Cristo, tal cual fue,

Pero cuando alguien espoleándose a sí mismo,
Me hablase tristemente, en el camino, al estar yo indefenso,
Me atacase por sorpresa, que yo estuviese estupefacto y que de un dios
La imagen pudiese imitar un lacayo-
En todo caso coléricos vi una vez a
Los señores del cielo, no es que deba ser algo, sino
Para aprender. Son clementes, pero lo que más detestan,
Mientras dure su reino, es lo falso, y es
Cuando lo humano entre los hombres ya no existe más.
Pues ellos ya no reinan, sino gobierna
El destino inmortal y se transforma su obra
A sí misma, yendo rápidamente hacia su fin.
Cuando en lo más alto va la celestial
Marcha triunfal, será nombrado, igual al sol,
Por los fuertes el exultante hijo del Altísimo,

Un signo que reúne, y aquí está la batuta
Del canto, que apunta hacia abajo,
Pues nada es común. Los muertos despertados
Por él, aquellos que no son prisioneros
De lo informe. Pero esperan
Muchos ojos tímidos
Contemplar la luz. No quieren
Florecer en el filo de un rayo,
Aunque la dorada rienda frena su coraje.
Pero cuando, así
Desde cejas fruncidas
Del mundo olvidado
Claridad silenciosa de una fuerza cae desde una escritura sagrada, pueden
Regocijándose de la gracia,
Ejercer su calmo mirar.

Y cuando los celestiales ahora
Como, yo creo, me aman
Aún más a ti,
Pues sé una cosa,
Con certeza que la voluntad
Del Padre eterno mucho
Vale para ti. Tranquilo está su signo
En el cielo que truena. Y alguien se yergue debajo
Durante toda su vida. Pues aún vive el Cristo.
Pero los héroes, sus hijos,
Han todos venido y su escritura sagrada
Y el rayo aclaran
Hasta ahora los actos de la tierra,
En una irresistible carrera. Pero él ahí está. Pues sus obras le son
Desde siempre en suma conocidas.
Hace tiempo, desde hace tiempo que
La gloria de los celestiales es invisible.
Pues tienen que llevarnos casi de la mano
Y así en la ignominia
El corazón nos es capturado con violencia.
Pues una ofrenda es por cada uno de los celestiales exigida,
Pero si alguna fuese a faltar,
Nada bueno eso traería.
Hemos servido a la madre tierra
Y desde hace poco a la luz del sol,
Ignorantes, pero el Padre quiere,
El que sobre todo manda,
Antes que nada, que con cuidado sea sostenida
La letra con firmeza, y lo existente bien
Anunciado. A esto obedece el canto alemán.
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Friedrich Hölderlin - Himno a Patmos  
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(versión a partir del texto original en alemán)
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